Para conocer mejor a Santa Mónica
fijémonos en el retrato que San Agustín, con amor filial nos presenta
hermosamente al final del capítulo 9 del libro IX de Las Confesiones. Dice así justo después de la muerte de su madre:
«Era sierva de tus siervos, y cualesquiera de ellos que la conocía te alababa, honraba y amaba mucho en ella, porque advertía tu presencia en su corazón por los frutos de su santa conversación. Había sido mujer de un solo varón, había cumplido con sus padres, había gobernado su casa piadosamente y tenía el testimonio de las buenas obras, y había nutrido a sus hijos, pariéndoles tantas veces cuantas les veía apartarse de ti. Por último, Señor, ya que por tu gracia nos dejas hablar a tus siervos, de tal manera cuidó de todos nosotros los que antes de morir ella vivíamos juntos, recibida ya la gracia del bautismo, como si fuera madre de todos; y de tal modo nos sirvió, como si fuese hija de cada uno de nosotros» (IX, 9, 22)
Santa Mónica era ante todo una mujer de
profunda fe, y esta fidelidad a Dios la vivía además con el hombre que
tenía por esposo, que no era precisamente un “santo” o modelo de padre
de familia. Sabemos también, por Las Confesiones que el padre
de Agustín tenía un pésimo genio, además de ser alcohólico y mujeriego.
Santa Mónica, a pesar de las adversidades, se mantuvo al lado de su
esposo, tratando siempre de sacar adelante a su familia. Era además,
como la describe San Agustín, buena hija y ama de casa. Madre e hija,
Santa Mónica cuidaba a todos como una buena madre y servía a todos como
lo haría una buena hija.
Santa Mónica –lo sabemos por el
testimonio de su propio hijo– sufría porque el inquieto Agustín buscaba
donde no debía, y tratando de encontrar un sentido para su vida terminó
enredándose en el mundo. Como mujer de Dios le afligía que su hijo se
perdiera espiritualmente. Por esto lloraba, como lo haría cualquier
madre que ve a su hijo descarriado, e intentó muchas cosas pero sobre
todo aquello que toda madre tiene a su alcance: la oración. La fe de
Santa Mónica nos enseña que las plegarias de una madre son siempre
escuchadas por el Buen Dios.
En Las Confesiones leemos esta
frase que un obispo dirigió a santa Mónica luego que le pidiera ayuda
para que su hijo reencuentre la fe: «No es posible que perezca el hijo
de tantas lágrimas» (III, 12, 21).
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