
En 1836, el crítico de arte inglés John Ruskin alabó la técnica de
Bartolomé Esteban Murillo e identificó el carácter único de su enfoque: Es
cierto que sus vírgenes nunca son las diosas-madres de Correggio o
Rafael, pero jamás son vulgares: son mortales, pero en sus rasgos
mortales se refleja tal luz de santa hermosura, tal belleza de alma
dulce, tal amor insondable, que las hace a veces dignas rivales de la
imaginación de los más excelsos maestros. La descripción de Ruskin
se aplica acertadamente a la Virgen que vemos en este maravilloso
ejemplo de pintura devocional del eminente pintor sevillano del siglo
XVII.
En esta obra el artista crea un par de figuras de excepcional
belleza, con rostros serios y poses serenas que les dan un aire de
tristeza exento de sentimentalismo. La Virgen está sentada en un banco
de piedra, rodeando con sus brazos al Niño Jesús, que se sostiene con un
pie apoyado en el banco y el otro en la pierna izquierda de su madre.
El Niño, ya no tan pequeño, tiene la cabeza a la altura de la de la
Virgen. En esta pose, mejilla con mejilla, las figuras muestran el gesto
más tierno y amoroso. Miran juntos al observador, con expresión solemne
y sutil de devoción al objeto de su mirada: el fiel espectador.
Murillo
era miembro de la Cofradía del Rosario, hermandad dedicada a la
veneración de la Virgen María y, como pintura devocional que era, su Virgen del Rosario
tenía el propósito de servir de apoyo visual a los fieles en sus rezos.
En efecto, el rosario se encuentra en el centro de la composición,
asido por ambas figuras. La naturaleza simbólica del rosario en la obra,
y para el propio Murillo, se manifiesta en el hecho de que ninguna de
las dos figuras aparece pasando las cuentas como se haría al rezar las
avemarías o los padrenuestros. La Virgen y el Niño no rezan; están allí
para inspirar fervor en el espectador que sí reza, arrodillado quizá,
meditando sobre los misterios del rosario. Un saliente de piedra eleva a
las figuras y las separa del observador, enfatizando su importancia y
función.
En versiones anteriores del tema, la Virgen sostiene al Niño
Jesús en su regazo. En esta versión, Murillo cambió la pose del Niño,
que ahora está de pie, en contrapposto, con la mano izquierda sobre el
hombro derecho de la Virgen y la otra mano apenas visible en la sombra
del rostro de su madre. Con la mano derecha, María cubre al Niño con un
paño blanco, símbolo de pureza, a la vez que sostiene el rosario. Sujeta
al Niño con un gesto maternal, leve pero firme. Las figuras
naturalistas de Murillo comunican un mensaje espiritual de amor y
sacrificio. La Virgen del Rosario es una muestra excelente del
estilo temprano de Murillo. Las figuras están modeladas con cuidado,
para lograr solidez a la vez que gracia y belleza. Con su rostro
ovalado, nariz y labios delicados, ojos oscuros, límpidos, esta Virgen
es la imagen viva de la santa hermosura.
El artista ha empleado
diversos tipos de pinceladas para definir texturas. El trazo grueso da
solidez a los pliegues rojos y azules del vestido y el manto, mientras
que el velo diáfano color verde olivo que cubre la cabeza y un hombro de
María resulta de un toque más ligero del pincel. La Madre y el Niño
están vivamente iluminados contra un fondo oscuro, en el estilo
tenebrista (fuerte contraste de luz y sombra) característico de este
período en la obra del artista. Murillo fue un maestro del colorido: el
rojo saturado del vestido de la Virgen es un llamativo complemento al
azul brillante del manto que le cae en el regazo.
La primera constancia
que se tiene de esta obra fue su adquisición por Carlos IV en 1788.
Murillo gozó del favor de los monarcas de la nueva dinastía española de
los Borbones cuando la corte tenía sede en Sevilla, y varias de sus
obras fueron adquiridas para la colección real. Es posible que La Virgen
del Rosario se haya pintado originalmente para un miembro de la clase
media alta y profesional de Sevilla, ciudad en que Murillo vivió y
trabajó toda su vida (Texto extractado de Lipinski, L. en: Del Greco a Goya. Obras maestras del Museo del Prado, Museo de Arte de Ponce, 2012, p. 44).
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