Su nombre era Juan Manuel Martínez Macías pero nadie, o casi nadie, lo conocía por ese nombre. Para todos era el P. Trampitas, el capellán de la prisión más grande del mundo, el penal mexicano de las Islas Marías, en el Océano Pacífico. La única cárcel con muros de agua, y un agua infestada de tiburones. Una cárcel que está a 12 horas en barco de la costa oeste del continente.
La historia del P. Trampitas es la historia de un joven violento y exaltado, la de un anticlerical al que le sucedió lo mismo que a san Agustín: las oraciones y las lágrimas de su madre, al igual que las de Santa Mónica, fueron el motivo de su conversión. De revolucionario y terrorista, a capellán de los delincuentes más peligrosos de México. Un buen cambio: nadie mejor que él para esa misión.
Juan Manuel y sus amigos eran conocidos por su actitud violenta y anticlerical. No era extraño verle en conflictos con la Iglesia.
Cuando todo estaba a punto de ejecutarse, a tan solo nueve días, Cristo se cruzó por el camino. Su madre acababa de descubrir unos papeles que le comprometían y que detallaban lo que había planeado. Llorando, le dijo su madre: “Te quiero mucho hijo, pero al mismo tiempo te odio porque eres enemigo de Dios”. En esos momentos, Juan Manuel, impresionado, le juró: “Mira, madre: desde este momento, va a ser otro tu hijo. Si te lo cumplo, que Cristo me bendiga y si no te lo cumplo, que Cristo me maldiga”. Y continuó: “Mira, sé que lo que voy a hacer, me va a costar la vida”. A lo que respondió ella: “Y, ¿para qué quieres la vida si no la das por Cristo?”.
Esa pregunta fue su sostén en los tiempos más duros de su estancia en la prisión: “Cuando me llega la nostalgia de la libertad, cuando quiero abandonar todo aquello, parece que la voz de mi madre hace eco y permanece allí: “¿Para qué quieres la vida, si no la das por Cristo…?”
Cuando todo estaba a punto de ejecutarse, a tan solo nueve días, Cristo se cruzó por el camino. Su madre acababa de descubrir unos papeles que le comprometían y que detallaban lo que había planeado. Llorando, le dijo su madre: “Te quiero mucho hijo, pero al mismo tiempo te odio porque eres enemigo de Dios”. En esos momentos, Juan Manuel, impresionado, le juró: “Mira, madre: desde este momento, va a ser otro tu hijo. Si te lo cumplo, que Cristo me bendiga y si no te lo cumplo, que Cristo me maldiga”. Y continuó: “Mira, sé que lo que voy a hacer, me va a costar la vida”. A lo que respondió ella: “Y, ¿para qué quieres la vida si no la das por Cristo?”.
Esa pregunta fue su sostén en los tiempos más duros de su estancia en la prisión: “Cuando me llega la nostalgia de la libertad, cuando quiero abandonar todo aquello, parece que la voz de mi madre hace eco y permanece allí: “¿Para qué quieres la vida, si no la das por Cristo…?”
La clave del P. Trampitas es muy clara. Lo mismo que su madre oró y oró
por su conversión, así las conversiones de penal son fruto de la
oración: “Miren, esas conversiones de las que tanto hablo, yo se las debo a la oración, no cabe duda. La oración todo lo alcanza, y si alguna madre de familia tiene un hijo que va por malos pasos, haga lo que mi madre hizo, de veras, la oración, la oración, la oración”.
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