I. El deseo de Dios
27 El deseo de Dios está inscrito en
el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y
Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre
la verdad y la dicha que no cesa de buscar:
«La razón
más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión
con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues
no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por
amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor
y se entrega a su Creador» (GS
19,1).
28 De
múltiples maneras, en su historia, y hasta el día de hoy, los hombres han
expresado su búsqueda de Dios por medio de sus creencias y sus comportamientos
religiosos (oraciones, sacrificios, cultos, meditaciones, etc.). A pesar de las
ambigüedades que pueden entrañar, estas formas de expresión son tan universales
que se puede llamar al hombre un ser religioso:
Dios «creó
[...], de un solo principio, todo el linaje humano, para que habitase sobre
toda la faz de la tierra y determinó con exactitud el tiempo y los límites del
lugar donde habían de habitar, con el fin de que buscasen a Dios, para ver si a
tientas le buscaban y le hallaban; por más que no se encuentra lejos de cada
uno de nosotros; pues en él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,
26-28).
29 Pero esta
"unión íntima y vital con Dios" (GS
19,1) puede ser olvidada, desconocida e incluso rechazada explícitamente por el
hombre. Tales actitudes pueden tener orígenes muy diversos (cf. GS
19-21): la rebelión contra el mal en el mundo, la ignorancia o la indiferencia
religiosas, los afanes del mundo y de las riquezas (cf. Mt 13,22), el
mal ejemplo de los creyentes, las corrientes del pensamiento hostiles a la
religión, y finalmente esa actitud del hombre pecador que, por miedo, se oculta
de Dios (cf. Gn 3,8-10) y huye ante su llamada (cf. Jon 1,3).
30
"Alégrese el corazón de los que buscan a Dios" (Sal 105,3). Si
el hombre puede olvidar o rechazar a Dios, Dios no cesa de llamar a todo hombre
a buscarle para que viva y encuentre la dicha. Pero esta búsqueda exige del
hombre todo el esfuerzo de su inteligencia, la rectitud de su voluntad,
"un corazón recto", y también el testimonio de otros que le enseñen a
buscar a Dios.
«Tú eres
grande, Señor, y muy digno de alabanza: grande es tu poder, y tu sabiduría no
tiene medida. Y el hombre, pequeña parte de tu creación, pretende alabarte,
precisamente el hombre que, revestido de su condición mortal, lleva en sí el
testimonio de su pecado y el testimonio de que tú resistes a los soberbios. A
pesar de todo, el hombre, pequeña parte de tu creación, quiere alabarte. Tú
mismo le incitas a ello, haciendo que encuentre sus delicias en tu alabanza,
porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no
descansa en ti» (San Agustín, Confessiones, 1,1,1).
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
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