Hay una parábola, relatada por Jesús, que nos ayuda a captar la importancia de este don. Un sembrador salió a sembrar; sin embargo, no toda la semilla que esparció dio fruto. Lo que cayó al borde del camino se lo comieron los pájaros; lo que cayó en terreno pedregoso o entre abrojos brotó, pero inmediatamente lo abrasó el sol o lo ahogaron las espinas. Sólo lo que cayó en terreno bueno creció y dio fruto (cf. Mc 4, 3-9; Mt 13, 3-9; Lc 8, 4-8). Como Jesús mismo explica a sus discípulos, este sembrador representa al Padre, que esparce abundantemente la semilla de su Palabra. La semilla, sin embargo, se encuentra a menudo con la aridez de nuestro corazón, e incluso cuando es acogida corre el riesgo de permanecer estéril. Con el don de fortaleza, en cambio, el Espíritu Santo libera el terreno de nuestro corazón, lo libera de la tibieza, de las incertidumbres y de todos los temores que pueden frenarlo, de modo que la Palabra del Señor se ponga en práctica, de manera auténtica y gozosa. Es una gran ayuda este don de fortaleza, nos da fuerza y nos libera también de muchos impedimentos.
Hay también momentos difíciles y situaciones extremas
en las que el don de fortaleza se manifiesta de modo extraordinario,
ejemplar. Es el caso de quienes deben afrontar experiencias
particularmente duras y dolorosas, que revolucionan su vida y la de sus
seres queridos. La Iglesia resplandece por el testimonio de numerosos hermanos y hermanas que no dudaron en entregar la propia vida,
con tal de permanecer fieles al Señor y a su Evangelio. También hoy no
faltan cristianos que en muchas partes del mundo siguen celebrando y
testimoniando su fe, con profunda convicción y serenidad, y resisten
incluso cuando saben que ello puede comportar un precio muy alto.
También nosotros, todos nosotros, conocemos gente que ha vivido
situaciones difíciles, numerosos dolores. Pero, pensemos en esos
hombres, en esas mujeres que tienen una vida difícil, que luchan por
sacar adelante la familia, educar a los hijos: hacen todo esto porque
está el espíritu de fortaleza que les ayuda. Cuántos hombres y mujeres
—nosotros no conocemos sus nombres— que honran a nuestro pueblo, honran a
nuestra Iglesia, porque son fuertes: fuertes al llevar adelante su
vida, su familia, su trabajo, su fe. Estos hermanos y hermanas nuestros
son santos, santos en la cotidianidad, santos ocultos en medio de
nosotros: tienen el don de fortaleza para llevar adelante su deber de
personas, de padres, de madres, de hermanos, de hermanas, de ciudadanos.
¡Son muchos! Demos gracias al Señor por estos cristianos que viven una
santidad oculta: es el Espíritu Santo que tienen dentro quien les
conduce. Y nos hará bien pensar en esta gente: si ellos hacen todo esto,
si ellos pueden hacerlo, ¿por qué yo no? Y nos hará bien también pedir
al Señor que nos dé el don de fortaleza.
No hay que pensar que el don de fortaleza es necesario
sólo en algunas ocasiones o situaciones especiales. Este don debe
constituir la nota de fondo de nuestro ser cristianos, en el ritmo ordinario de nuestra vida cotidiana.
Como he dicho, todos los días de la vida cotidiana debemos ser fuertes,
necesitamos esta fortaleza para llevar adelante nuestra vida, nuestra
familia, nuestra fe. El apóstol Pablo dijo una frase que nos hará bien
escuchar: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta» (Flp 4, 13).
Cuando afrontamos la vida ordinaria, cuando llegan las dificultades,
recordemos esto: «Todo lo puedo en Aquel que me da la fuerza». El Señor
da la fuerza, siempre, no permite que nos falte. El Señor no nos prueba
más de lo que nosotros podemos tolerar. Él está siempre con nosotros.
«Todo lo puedo en Aquel que me conforta».
PAPA FRANCISCO
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