En el Evangelio hemos escuchado a Jesús que enseña a sus discípulos y a la gente reunida en la colina cercana al lago de Galilea (cf. Mt 5, 1-12). La palabra del Señor resucitado y vivo nos indica también a nosotros, hoy, el camino para alcanzar la verdadera beatitud, el camino que conduce al Cielo. Es un camino difícil de comprender porque va contra corriente, pero el Señor nos dice que quien va por este camino es feliz, tarde o temprano alcanza la felicidad.
«Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el
reino de los cielos». Podemos preguntarnos, ¿cómo puede ser feliz una
persona pobre de corazón, cuyo único tesoro es el reino de los cielos?
La razón es precisamente ésta: que al tener el corazón despojado y libre
de muchas cosas mundanas, esta persona es «esperada» en el reino de los
cielos.
«Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados». ¿Cómo
pueden ser felices los que lloran? Sin embargo, quién en la vida nunca
ha experimentado la tristeza, la angustia, el dolor, no conocerá jamás
la fuerza de la consolación. En cambio, pueden ser felices cuantos
tienen la capacidad de conmoverse, la capacidad de sentir en el corazón
el dolor que hay en sus vidas y en la vida de los demás. ¡Ellos serán
felices! Porque la tierna mano de Dios Padre los consolará y los
acariciará.
«Bienaventurados los mansos». Y nosotros al contrario, ¡cuántas veces
somos impacientes, nerviosos, siempre listos para quejarnos! Reclamamos
tanto de los demás, pero cuando nos tocan a nosotros, reaccionamos
alzando la voz, como si fuéramos dueños del mundo, mientras que en
realidad todos somos hijos de Dios. Más bien, pensemos en esas mamás y
papás que son muy pacientes con los hijos, que «los hacen enloquecer».
Este es el camino del Señor: el camino de la mansedumbre y la paciencia.
Jesús ha recorrido este camino: desde pequeño ha soportado la
persecución y el exilio; y después, siendo adulto, las calumnias, los
engaños, las falsas acusaciones en los tribunales; y todo lo ha
soportado con mansedumbre. Ha soportado por amor a nosotros incluso la
cruz.
«Bienaventurados los que tiene hambre y sed de justicia, porque serán
saciados». Sí, los que tienen un fuerte sentido de la justicia, y no
sólo hacia los demás, sino antes que nada hacia ellos mismos, estos
serán saciados, porque están listos para recibir la justicia más grande,
la que solo Dios puede dar.
Y luego, «bienaventurados los misericordiosos, porque encontrarán
misericordia». Felices los que saben perdonar, que tienen misericordia
por los demás y que no juzgan todo ni a todos, sino que buscan ponerse
en el lugar de los otros. El perdón es la cosa que todos necesitamos,
nadie está excluido. Por eso al inicio de la Misa nos reconocemos como
lo que somos, es decir pecadores. Y no es una forma de decir, una
formalidad: es un acto de verdad. «Señor, aquí estoy, ten piedad de mí».
Y si sabemos dar a los demás el perdón que pedimos para nosotros, somos
bienaventurados. Como decimos en el «Padre Nuestro»: «Perdona nuestras
ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden».
«Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados
hijos de Dios». Miremos el rostro de los que van por ahí sembrando
cizaña: ¿son felices? Los que buscan siempre la ocasión para enredar,
para aprovecharse de los demás, ¿son felices? No, no pueden ser felices.
En cambio, los que cada día, con paciencia, buscan sembrar la paz, son
artesanos de paz, de reconciliación, estos sí que son bienaventurados,
porque son verdaderos hijos de nuestro Padre del Cielo, que siembra
siempre y sólo paz, a tal punto que ha enviado al mundo su Hijo como
semilla de paz para la humanidad.
Queridos hermanos y hermanas, este es el camino de la santidad, y es
el mismo camino de la felicidad. Es el camino que ha recorrido Jesús, es
más, es Él mismo este camino: quien camina con Él y pasa a través de Él
entra en la vida, en la vida eterna. Pidamos al Señor la gracia de ser
personas sencillas y humildes, la gracia de saber llorar, la gracia de
ser mansos, la gracia de trabajar por la justicia y la paz, y sobre todo
la gracia de dejarnos perdonar por Dios para convertirnos en
instrumentos de su misericordia.
Así han hecho los santos, que nos han precedido en la patria
celestial. Ellos nos acompañan en nuestra peregrinación terrena, nos
animan a ir adelante. Que su intercesión nos ayude a caminar en la vía
de Jesús, y obtenga la felicidad eterna para nuestros hermanos y
hermanas difuntos, por quienes ofrecemos esta misa.
SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Cementerio del Verano, Roma
Domingo 1 de noviembre de 2015
Domingo 1 de noviembre de 2015
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