A) Antes de la Comunión
1º) Humíllate profundamente delante de Dios.
2º) Renuncia a tus malas inclinaciones y a tus disposiciones, por buenas
que te las haga ver el amor propio.
3º) Renueva tu consagración diciendo: ¡Soy todo tuyo, oh María, y
cuanto tengo es tuyo!
4º) Suplica a esta bondadosa Madre que te preste su corazón para recibir
en él a su Hijo con sus propias disposiciones. Le harás notar cuánto importa a
la gloria de su Hijo que no entre en un corazón tan manchado e inconstante como
el tuyo, que no dejaría de menoscabar su gloria y hasta llegaría a apartarse de
Él. Pero que si Ella quiere venir a morar en ti para recibir a su Hijo, puede
hacerlo, por el dominio que tiene sobre los corazones, y que su Hijo será bien
recibido por Ella sin mancha ni peligro de que sea rechazado: Teniendo a
Dios en medio no vacila (Sal. 46, 6).
Dile con absoluta confianza que todos los bienes que le has dado valen
poco para honrarla. Pero que, por la Santísima Comunión, quieres hacerle el
mismo obsequio que le hizo el Padre Eterno: obsequio que la honrará más que si
le dieses todos los bienes del mundo.
Dile, finalmente, que Jesús, que la ama en forma excepcional, desea
todavía complacerse y descansar en Ella aunque sea en tu alma, más sucia y
pobre que el establo en donde Jesús se dignó nacer porque allí estaba Ella.
Pídele su corazón con estas tiernas palabras: Tú eres mi todo;
préstame tu corazón! (cfr. Jn. 19, 26 y Prov. 23, 26).
B) En la Comunión
Dispuesto ya a recibir a Jesucristo, después del Padrenuestro, le dirás
tres veces: Señor no soy digno de que entres en mi casa... (Mt. 8, 8;
Lc. 7, 6): como si dijeses, la primera vez al Padre Eterno que no eres digno de
recibir a su Hijo único, a causa de tus malos pensamientos e ingratitudes para
con un Padre tan bueno, pero que ahí está María, su esclava, que ruega por ti y
te da confianza y esperanza singulares ante su Majestad: Porque tú solo me
das seguridad (Sal. 4, 9).
Al Hijo le dirás: Señor, no soy digno, etc., que no eres digno de
recibirle a causa de tus palabras inútiles y malas y de tu infidelidad en su
servicio, pero que no obstante, le suplicas tenga piedad de ti, que le
introducirás en la casa de su propia Madre que es también tuya y que no le
dejarás partir hasta que venga a habitar en Ella: Cuando encontré el amado
de mi alma; lo abracé y no lo soltaré más hasta que lo haya hecho entrar en la
casa de mi madre... (Cant. 3, 4). Ruégale que se levante y venga al lugar
de su reposo y al arca de su santificación: Levántate, Señor, ven a tu
mansión; ven con el arca de tu poder (Sal. 132, 8). Dile que no confías lo
más mínimo en tus méritos, ni en tus fuerzas y preparaciones, como Esaú, sino
en los de María, tu querida Madre, como el humilde Jacob en los cuidados de
Rebeca; que, por muy pecador y Esaú que seas, te atreves a acercarte a su
santidad, apoyado y adornado con los méritos y virtudes de su Santísima Madre.
Al Espíritu Santo le dirás: Señor, no soy digno..., que no eres
digno de recibir la obra maestra de su amor a causa de la tibieza y maldad de
tus acciones y de la resistencia a sus inspiraciones, pero que toda tu
confianza es María, su fiel Esposa. Dile con san Bernardo: Ella es mi
suprema confianza y la única razón de mi esperanza. Puedes también rogarle
que venga a María, su indisoluble Esposa. Dile que su seno es tan puro y su
corazón está tan inflamado como nunca que si no desciende a tu alma, ni
Jesús ni María podrán formarse en ella ni ser en ella dignamente hospedados.
C) Después de la Comunión
Después de la Sagrada Comunión, estando recogido interiormente y
cerrados los ojos, introducirás a Jesucristo en el Corazón de María. Se lo
entregarás a su Madre, quien lo recibirá amorosamente, lo colocará dignamente,
lo amará perfectamente, lo abrazará estrechamente y le rendirá en espíritu y
verdad muchos obsequios que desconocemos a causa de nuestras espesas tinieblas.
O te mantendrás profundamente humillado dentro de ti mismo, en presencia
de Jesús que mora en María. O permanecerás como el esclavo a la puerta del
palacio del Rey, quien dialoga con la Reina. Y mientras ellos hablan entre sí,
dado que no te necesitan, subirás en espíritu al cielo e irás por toda la
tierra a rogar a las criaturas que den gracias, adoren y amen a Jesús y a María
en nombre suyo: Venga, adoremos, venid, etc. (Sal. 95, 6).
O pedirás tú mismo a Jesús, en unión de María, la llegada de su reino a
la tierra por medio de su Santísima Madre, o la divina Sabiduría, o el amor
divino, o el perdón de tus pecados, o alguna otra gracia, pero siempre en María
y por María, diciendo, mientras fijas los ojos en tu miseria: No mires,
Señor, mis pecados, sino las virtudes y méritos de María. Y acordándote de
tus pecados, añadirás: Algún enemigo lo ha sembrado (Mt. 13, 28). Yo,
que soy mi mayor enemigo: yo cometí esos pecados. O también: Hazme justicia,
oh Dios, defiende mi causa contra gente sin piedad; sálvame del hombre traidor
y malvado (Sal. 43, 1), que soy yo mismo. O bien: Jesús mío, conviene
que tú crezcas en mi alma y que yo disminuya (cfr. Jn. 3, 30).
María, es necesario que tú crezcas en mí y que yo sea menos que nunca. ¡Oh
Jesús! ¡Oh María! ¡Crezcan en mí! ¡Multiplíquense fuera, en los demás!
Hay mil pensamientos más que el Espíritu Santo sugiere y te sugerirá
también a ti, si eres verdaderamente hombre interior, mortificado y fiel a la
excelente y sublime devoción que acabo de enseñarte. Pero, acuérdate que cuanto
más permitas a María obrar en tu Comunión, tanto más será glorificado
Jesucristo, y que tanto más dejarás obrar a María para Jesús y a Jesús para
María, cuanto más profundamente te humilles y los escuches en paz y silencio,
sin inquietarte por ver, gustar o sentir. Porque el justo vive en todo de la fe
y particularmente en la Sagrada Comunión, que es acto de fe: El justo mío,
si cree, vivirá (Heb. 10, 38).
TRATADO DE LA VERDADERA DEVOCIÓN A LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA (SAN LUIS MARÍA GRIGNIÓN DE MONTFORT)
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