El día de Pentecostés sentí una luz interior y comprendí
que era Dios tan grande, tan poderoso, tan bueno, tan amante, tan
misericordioso, que resolví no servir más que a un Señor que
todo lo reúne para llenar mi corazón. Yo no puedo querer más
que lo que quieras de mí, Dios mío, para tu mayor gloria.
No deseo nada, ni me siento apegada más que a Jesús
sacramentado. Pensar que el Señor se quedó con nosotros me
infunde un deseo de no separarme de él en la vida, si ser
pudiera, y que todos le viesen y amen. Seamos locos de amor
divino, y no hay qué temer.
Yo no sé que haya en el mundo mayor dicha que servir a Dios y
ser su esclava, pero servirle amando las cruces como él hizo, y
lo demás es nada, llevado por su amor.
Dichosos nuestros pecados, que dan a un Dios motivo para que
ejerza tanta virtud, como resalta en Dios con el pecador. Éste
es tanto más desgraciado cuanto no conoce el valor tan grande de
esta alma suya por la que el Señor derramó toda su sangre. ¿Y
dudaremos nosotros arrostrar todos los trabajos del mundo por
imitar en esto a Jesucristo? ¿Y se nos hará penoso y cuesta
arriba dar la vida, crédito, fortuna y cuanto poseemos sobre la
tierra, por salvar una que tanto le costó al Señor, toda su
sangre sacratísima y divina?
Yo sé que ni el viaje, ni el frío, ni el mal camino,
lluvias, jaquecas, gastos, todo, me parece nada si se salva una,
sí, una. Por un pecado que lleguemos a evitar, somos felices y
le amaremos en pago.
SANTA MICAELA DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO